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¿Te animarías a cambiar tu mirada?

De repente vieron aparecer un personaje familiar que no se mostraba muy a menudo por el pueblo, era doña Almanza que venía montada en una mula.
—Hola, Almanza, tanto tiempo sin verla, aprovechando que está de paso le voy a pedir un pequeño favor. Fíjese para el lado del arroyo. ¿No parece iluminado?– preguntó Celestino conociendo la fama de la anciana.

Almanza observó el arroyo con detenimiento, miró hacia el norte, luego hacia el sur, observó el cielo y preguntó:
—¿Qué pasa cuando una niña se enamora? 
—Ve la vida con otros ojos– contestó el padrecito.
—Es verdad, pero primero se le iluminan los ojos, su rostro brilla y todos nos damos cuenta que le sucede algo. Para esa persona todo es felicidad y el tiempo no existe. En realidad hay un antes y un después en su vida. No duerme, no come, todo es nuevo a causa del amor– explicó Almanza. 
—¿Y eso que tiene que ver con el arroyo? –preguntó el padre Tomás.
—Me extraña, padre– contestó Almanza con el ceño fruncido —. Se nota que eres muy joven todavía. El padre Celestino preguntó si veía un brillo en el arroyo. Puedo asegurar que el arroyo brilla y habla. Yo digo que el arroyo está experimentando lo mismo que experimenta una persona que se enamora. Y les puedo explicar que el arroyo brilla porque refleja la luz del Cielo. 
—Pero el cielo está celeste y el arroyo refleja el color celeste del cielo y el paisaje que lo rodea– contestó el padre Tomás.
—Me extraña que un hombre de fe haga semejante deducción. Las aguas del arroyo son doradas porque reflejan la luz del Cielo. Eso significa que va a suceder algo extraordinario en el valle– aseguró Almanza mientras se alejaba—. Puedo decirles algo más, todos tendríamos que vivir enamorados para mirar el mundo con otros ojos.

Doña Almanza vivía en una casilla en lo alto de la montaña. Era una mujer de unos setenta y tres años, de joven había sido una bella mujer, pero el rigor del clima y la vida de privaciones que llevaba la habían avejentado. Tenía fama de bruja, por su forma de vida y su hechizante belleza, pero en realidad lo único que hacía era leer con sabiduría los signos de la naturaleza y expresarlos a su modo como lo había hecho esa mañana.

La vieja puerta de roble se abrió y para sorpresa de Jaime, Salomón y Celestino, la que los recibió fue Gertrudis Becker Hidalgo.

—¡Caballeros, que gusto verlos! ¡Bienvenidos a esta casa!

Los tres amigos quedaron estupefactos. Frente a ellos apareció la mujer más hermosa que habían visto en su vida. Su rostro, naturalmente bello, lucía un esplendor divino. Su piel había adquirido un leve tono dorado. No hacía falta maquillaje para realzar tanta belleza, ni siquiera le hubiese hecho falta asearse. Su cuerpo desprendía el perfume más exquisito que jamás se hubiera percibido, sin embargo ella no podía apreciar semejante realce de su belleza natural. Ella solo podía notar la plenitud interior que experimentaba, pero no su apariencia externa. Definitivamente algo había sucedido con Gertrudis Becker a tal punto que cuando ella abrió la puerta, Jaime, Salomón y el padrecito inmediatamente lo notaron.

—¿Quién era ese afortunado caballero que merece que Betty Wells voltee una vez por minuto para ver si viene caminando al final de la procesión?

—Alguien muy especial. Habló con mucho conocimiento de algunos temas como nadie. Pero lo que más me llamó la atención era su aspecto. Sus canas eran distintas a las de cualquier ser humano. Su piel, la entonación de su voz. Era alguien perfecto. Tal vez algo arrogante, pero todo en él era equilibrado.

—Betty, ese hombre podría ser tu padre, pero hablas con mucho entusiasmo sobre él–expresó Florencio en una escena de celos muy poco disimulada.

—Florencio, ese hombre era distinto, no puedo explicarlo. Muy distinto a todos los hombres con los que he hablado –afirmó Betty con rostro iluminado.

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